En el Polígono éramos siempre los mismos. Bancos, risas, cables en los bolsillos, algún CD grabado a mano —comprado seguramente en el quiosco del Loren— y conversaciones que orbitaban entre fútbol, música y la vida que aún no sabíamos vivir. Algunos días, al levantar la cabeza, le veías pasar con su familia delante de Golosín. No era un día concreto, ni una aparición esporádica. Era habitual. No hablaba más de la cuenta, ni llevaba cartel alguno. Pero se notaba. Tenía presencia. Y todos sabíamos quién era, le saludábamos tímidamente y él respondía siempre con una sonrisa.

Luismi ya era DJ cuando muchos de nosotros apenas estábamos empezando a entender qué era eso. No porque lo dijera nadie, sino porque se sentía. Porque había un respeto a su alrededor que solo generan quienes llevan tiempo haciéndolo bien. Su figura formaba parte del paisaje de una escena que no tenía aún del todo claro lo que quería ser, pero que encontraba en él —y por supuesto en Delpino— una especie de certeza. Un faro discreto, pero firme. A su manera, Luismi fue el primero. El primero que nos demostró que era posible. Que no hacía falta estar en Barcelona o en Berlín para pinchar con criterio, para programar con riesgo, para vivir de esto sin venderse. Bastaba con tener verdad. Y él la tenía.

Recuerdo las primeras visitas a su escuela y tienda de discos en Buenavista como si fueran liturgia los viernes por la tarde o sábados por la mañana. El olor, el tacto, la forma de mirar los vinilos. No era solo un local: era un lugar de paso obligado para quien quisiera tomarse la música en serio. Allí se escuchaba, se aprendía, se compartía —con System Efe, sin conocerle personalmente aún. Era un lugar que de alguna manera, sin manual ni pose, te enseñaba. A respetar los procesos. A entender el tempo. A no saltarte pasos. A escuchar antes de hablar.

Con el tiempo, coincidimos en Family Club. Compartimos noches, creamos fiestas, desafíos, nos dimos leches, saltaron chispas… Pero esa sensación de respeto, de admiración verdadera, nunca se desvaneció. Porque a Luismi no se le admira solo por lo que hace, sino por cómo lo hace. Por haber mantenido una forma de estar en esto que cada vez resulta más difícil de encontrar. Leal a sí mismo. Coherente con su historia. Cercano sin perder autoridad. Y eso, en tiempos de ruido, filtros y campañas orquestadas, es casi una rareza.

El 13 de septiembre no es solo una fiesta. Es una señal. Una de esas que llegan cada muchos años, para recordarte que aún hay cosas que importan. Que todavía hay gente que no necesita algoritmos para ser relevante. Que sigue habiendo escenas construidas desde el respeto, no desde la inmediatez. Luismi celebra la friolera de 40 años en cabina. Pero en realidad, celebra algo más grande: una vida entera al servicio de la música, de la gente que baila, de una forma de entender el club como espacio cultural y humano.

Habrá quienes lo vean como una efeméride más. Una fecha bonita. Un baile colectivo. Pero quienes llevamos en esto el tiempo suficiente sabemos que va mucho más allá. Porque su legado no se mide en sesiones, ni en carteles, ni en reproducciones. Su legado está en las generaciones que vinimos después y que, de una forma u otra, seguimos mirando de reojo cómo lo hace él. Por si se nos olvida. Por si nos perdemos. Por si algún día necesitamos recordar por qué empezamos. Hace poco me dijo: “soy un tullido de la electrónica y no me voy ni a palos”.

Y esa es la verdadera influencia. La que no pide reconocimiento, pero transforma. La que no se impone, pero deja huella. La que no busca ser eterna, pero permanece.

Por eso Luismi no necesita Tik-Tok. Ni frases motivacionales. Ni estética de feed. Tiene algo más poderoso: el respeto de quienes le vieron pasar por el barrio. El agradecimiento de quienes compartieron cabina. Y la certeza de que, con él, todo esto sigue teniendo sentido.

Juan Antonio Lorente Gonzalez / Yoikol