Da tanta pena la escena que tenía que pasar: aparece alguien como él —sin pretensiones, sin discurso, sin culpa— y se convierte en el nuevo Dios. En el rostro visible del clubbing contemporáneo. No porque lo haya buscado, sino porque no hay nadie más. Porque no queda nadie. Y porque el hueco estaba ahí, libre, esperando a que lo llenara alguien… o algo.

Un corte de pelo desafiante. Gafas de after. Un vaso de plástico. Y una forma de bailar tan ridícula como efectiva. Un tipo que ni pincha, ni produce, ni organiza, ni milita. Solo está ahí. Lo graban. Y el sistema —ese que ya no necesita cultura, ni ideas, ni alma— lo eleva al trono.

Internet le pone nombre: Ibiza Final Boss. Y ya está. Nuevo símbolo oficial de la fiesta global. El algoritmo lo bendice, los medios lo glorifican, las marcas lo llaman. El meme lo fagocita todo. La escena le aplaude. La escena, esa que se arrastra desde hace años, le rinde pleitesía. No porque lo merezca, sino porque no sabe qué más hacer.

Y repito: él no tiene la culpa. Al contrario. Su mérito es no fingir nada. No quiere ser icono de nada. Pero el sistema sí. El sistema lo necesita. Porque no hay discurso más cómodo que el de la risa. Porque cuesta menos compartir un vídeo de un tipo bailando raro que enfrentarse a lo evidente: que esto ya no va de música. Ni de comunidad. Ni de futuro.

Ahora todo gira en torno al espectáculo vacío. Al contenido inmediato. A la carcajada fácil. Ya no se buscan artistas. Se buscan momentos. No se premia la creación: se premia el impacto. El que más ruido haga, gana. Y si el ruido es absurdo, mejor.

El club se ha convertido en plató. La pista en escaparate. La fiesta en meme. Y el público en una masa anestesiada que consume ironía creyéndose cómplice, cuando en realidad es parte del chiste.

Mientras tanto, ¿qué pasa con los que aún creen en esto? Los que producen con mimo, programan con criterio, pinchan con riesgo. Esos están fuera del plano. Porque su trabajo no entra en 15 segundos. Porque no hacen reír. Porque no tienen peinados virales.

Que nadie se equivoque: Final Boss no es la causa. Es el síntoma. Es lo que aparece cuando todo lo demás se ha rendido. Cuando se deja hueco. Cuando ya no importa el qué, sino el cuánto. Cuánto se comparte. Cuánto se ríe. Cuánto dura la ola antes de que llegue otra.

¿Y ahora qué? Pues nada. Lo de siempre. Nos reímos, lo compartimos, lo exprimimos. Y mañana otro. Otro Boss. Otra tontería. Otro ídolo de la intrascendencia. Mientras tanto, la escena sigue cayendo. No con estrépito. Con aplausos.

Porque lo peor no es que esto pase.

Lo peor es que ya nos parece normal.

Juan Antonio Lorente González